Siempre me han disgustado los libros de
texto de idiomas que se utilizan en los institutos. Bueno, miento.
Siempre no: sólo desde 3º de ESO, que fue cuando comencé en la EOI
y descubrí que otro tipo de libros de texto era posible. Los libros
de instituto, por querer acercarse a la situación y a los intereses
de los alumnos se hacían sosillos, vacíos, repetitivos. Se notaba
que los autores intentaban “hacerse los guays”. En cambio, en los
libros que se usaban en la Escuela de Idiomas, pensados para adultos,
las situaciones eran amplias y variadas. Había más humor, había
más complejidad, había más sorpresas. En cada esquina había vida.
Eran libros chispeantes que hacían pensar.
Hoy me he pasado la mayor parte del día
preparando clases, y me ha disgustado sorprenderme a mí misma
pensando en los alumnos de quince como esencialmente diferentes a los
de diecinueve. Me ha disgustado porque lo que estaba haciendo en ese
momento era plantear simulaciones. Llegué al absurdo de pensar que
tal vez el caso que estaba planteando (unas vacaciones en Toledo,
con documentos reales) no funcionase porque los alumnos eran
demasiado pequeños para embarcarse por su cuenta y riesgo en un
viaje así. Digo que era absurdo porque no me suponía ningún
prejuicio moral poner a sus compañeros de clase a regentar la
Oficina de turismo, el restaurante, el albergue juvenil y el museo
que ellos iban a visitar.
Creo que quince años son suficientes,
así que he tomado la decisión de dejar de lado la mojigatería a la
hora de tratar a los alumnos. Las dinámicas que planifique para sus
clases se moverán en el registro de las de los adultos. El juego de
rol es simplemente eso, un juego, y tomárselo en serio (pensar que tiene que haber un puente desde el que pasar de la realidad a la ficción sin cortes ni baches) hace que
pierda toda la gracia. Hoy he descubierto que no basta con que los
alumnos asuman la necesidad de la mentira: también deben asumirla
los profesores.