sábado, 2 de noviembre de 2019

Pretérito ultraindefinido

Veo la película del Joker, sobre la que han corrido ríos de tinta (valga el cliché) y lo que más me llama la atención es la época. La ausencia de época.

Estamos habituados a que en el cine, cuando se nos cuente la historia de un personaje, el pasado sepa a pasado (excluyedo al género histórico, por supuesto). Que incluya modas específicas y comportamientos añejos, que esté en los sesenta, en los setenta o como tarde en los ochenta. El presente de un personaje puede ser cualquier década, pero el pasado está constreñido.

El cine ha definido lo que para él es el pasado. Y este nuevo cliché se ha convertido en su propia trampa. Lo que da verosimilitud es que el pasado se ubique allí. Pero también es lo que quita toda verosimilitud. Los años pasan y cada vez resulta menos creíble que el pasado sean los sesenta, setenta u ochenta. Si en su presente ese señor tenía un teléfono con conexión a internet, ¿cómo se come que en otra esa época fuese ya un adulto? ¿Pero qué edad se supone que tiene?

La solución es la vaguedad. Que no quede claro si son los sesenta, los setenta o los ochenta, como pasaba en esta película. La ausencia total de referentes. El puro ambiente polvoriento, a armario de casa de pueblo, a unas décadas en las que ya buena parte de la población no ha vivido. El tiempo se estira, se flexibiliza, se convierte en un filtro, o en un tipo de luz, o en un mechón de flequillo cortado en ángulo añejo. Es, a la larga, insostenible.

El año dos mil fue durante el final de los noventa el símbolo del futuro. Si algo quería ser moderno, se le bautizaba con ese número. O con el dos mil uno, para ir aún más allá. Casi veinte años después, no hemos logrado librarnos de eso.  "Dos mil" nos sigue sonando a "turbo", a  "ultra",  a "mega"; a la promesa de algo que va rápido y está más allá, lejos, inalcanzable. A truco publicitario de lejía blanqueante, a una época impecable de paredes lisas y superficies asépticas.  Cabe pensar que algún día el año dos mil pueda ser el pasado, pero aún sigue cargando el peso de su historia.

Madrid no existe

A mí no me engañáis, sé bien que Madrid no existe. Es una construcción ficticia hecha a retales. Emerge de los decorados de las noticias de los periódicos; de los apartados de correos de empresas gaseosas (como todas las que son grandes), de las instituciones que se escriben con mayúscula, de buena parte del cine español y la mitad de lo que muestran sus géneros menores (programas, informativos, publicidad). 

Si creemos a estas voces, Madrid es el que es. Existe más que ninguna otra cosa en el mundo. Y por eso mismo existe menos, o existe raro, de una forma inquietante. Tiene sabor a distopía, o a alucinación colectiva, con una gran densidad ontológica pero que exige un acto de fe. 

Cuando se vive en cualquier otro lugar del país, Madrid está siempre presente y siempre mediado.  Ajeno al mundo vulgar de las provincias, no está dado a escala organoléptica. De ahí que vivir en Madrid en cuerpo, y no solo en alma (en alma siempre, a la fuerza, estamos), sea una experiencia tan extraña. Dar un paso por cualquier calle del interior de la M-30 implica tropezarse con los edificios donde se hacen las cosas que no pensamos que se hicieran en ninguna parte. Las fábricas de lo que es. 

¿Cómo hemos llegado aquí, a la sede de las esencias? Tiene algo de experiencia post mortem. Y está el eslogan, por supuesto, confirmando nuestras sospechas. E intentando desmentirlas. "De Madrid al cielo", que dicen. Pero no es exageración. Es coartada.

sábado, 28 de julio de 2018

Concreto

Cuando se pide que unas oposiciones tengan un temario más concreto (que se dividan los títulos en epígrafes, que haya un temario oficial, que se sepa exactamente qué hay que decir en cada punto), se hace para intentar que el sistema sea más justo. Sería más objetivo, no lo niego. Pero dejarían fuera todo lo que todavía tiene sentido de las oposiciones.

Si el examen es un recital, desaparece la literatura, el enfoque, la mirada. Se mata al tema que se expone, se le fotocopia. Qué habilidades docentes se pueden evaluar ahí. En qué se parecería un tema de esos a dar una clase.

Se puede alegar que el temario de oposiciones ya no se parece al currículo. Hay divergencias, claro, pero (al menos en Filosofía) hay algo que queda en el fondo. Preparar el hilo de un tema es como preparar una clase magistral (que no es el único formato, pero sí que es un formato). La construcción propia, con sus lagunas y sus tanteos, sin dogmas, con una gran amplitud, es todavía posible en las oposiciones y en las clases. Es el valor de lo único frente a lo repetido hasta el hastío. De la madurez del docente, de la personalidad de las clases, del disfrute en el aula y fuera de ella. No nos hagamos esclavos de los libros de texto ni de los temarios de academias. Sigamos siendo el artista, y no el obrero alienado.

No matemos la vida en aras de la concreción. Lo que es concreto, y gris, es el cemento.


Otra de baños

En el centro donde hice las oposiciones, los aseos de alumnas y de profesoras solo se diferenciaban por el cartel de encima de la puerta. Por dentro eran idénticos. Justo antes de la defensa de la programación fui al de profesoras. Mientras me estaba lavando las manos, entró una conserje, me miró de arriba abajo y dijo con bastante mala leche:
- ¿Tú vienes a hacer el examen?
- Sí.
- Los baños de alumnas están al otro lado, estos son los baños de profesoras.
La conversación debería haber seguido así:
- ¿Y qué piensa usted que soy yo, señora? ¿Forense?
O bien:
- Hace seis años que no soy alumna, y doce que no soy alumna de instituto, no me fastidie, me da igual mear aquí que allí, pero alumna no soy.
Pero, en cambio, siguió así:
- Ah, lo siento, no vi el cartel.
La conserje se metió en uno de los urinarios y cerró la puerta:
- Yo solo te lo digo por si te dicen algo.

Al margen de las incógnitas (¿les diría los mismo a las opositoras de cincuenta años? ¿Con qué derecho usaba ella el baño de profesoras? ¿Soy siempre así de cobarde o solo en los momentos clave?), las asimetrías resultan curiosas en un edificio tan geométrico. Una de ellas viene de la propia palabra "alumnas". 

Una alumna no es lo mismo que una estudiante. Todo "alumnizaje" lo es de algo o de alguien. Estudiar, en cambio, es una actividad que puede ser singular: el autodidacta es estudiante, pero no alumno. De manera que no todos los estudiantes son alumnos. Este aparente matiz, que casi disculpa a la conserje (supuso que yo era alumna cuando a lo sumo era estudiante), no está en el cartel de la otra puerta. Una profesora lo es aquí y allí. Puede haber profesores sin alumnos y casi todos lo somos en periodo de vacaciones, pero no puede haber alumnos sin profesores. Los alumnos lo son únicamente respecto al centro. Y yo no estoy matriculada allí.

Que nada de esto sea relevante muestra la otra asimetría. Para aquella mujer los baños eran símbolos de estatus. Las que poseían el poder iban al de profesoras; las que carecían de él, al de alumnas. Aquí su batalla se convierte en algo épico: no había baño para el personal de administración y servicios. Reclamar para sí el baño de las poderosas era una manera de afirmar su poder. De defender que el centro también lo son ellos. Que, a pesar de lo que digan las puertas, no solamente se compone de alumnos y profesores. Y tiene toda la razón. La aplaudo. Pero que no me eche.

sábado, 24 de marzo de 2018

Decálogo para el mal uso de las películas en clase

1. Haz que tu asignatura consista única y exclusivamente en ver películas. Ninguna otra actividad. Tampoco las trabajes. Que no las comenten. Ni siquiera saludes a los alumnos al llegar.
2. Pon solo películas estadounidenses. ¿Acaso hacen cine en otros países?
3. Proyecta las películas que los alumnos te piden. Porque la actividad es mucho más interesante si ya las han visto todos cinco veces.
4. Si está subtitulada, siempre hay un alumno que se queja porque le da pereza leer. Por lo tanto, jamás pongas una película subtitulada.
5. No pienses en el mensaje que transmite la película ni en los valores que defiende. Todos sabemos que las películas solo entretienen, y de manera aséptica e inocua.
6. O bien pon solamente películas con moralina clara, en que los buenos sean muy buenos y sufran mucho y los malos sean muy malos e inhumanos.
7. Pon cualquier película que te recomiende cualquier compañero, sin haberla visto antes.
8. El humor de caca-pedo-culo-pis es el único que puede conectar con los alumnos, así que ni se te ocurra proponer un humor más inteligente.
9. El cine no es un arte. Da igual que los diálogos no sean creíbles, la fotografía no esté cuidada y la música se limite a subrayados emotivos.
10. Los días de antes de vacaciones son los mejores para entretener a los alumnos con cualquier película que haya por el departamento.

Opositores docentes

La expresión “opositores docentes” siempre me suena a que estamos en contra de la docencia, que predicamos la anarquía o el analfabetismo. Que traemos la guillotina a la plaza para cercenar testas de pedagogos. Que de cara a la educación hacemos objeción de conciencia (objeción de docencia), me opongo, señoría, y nos vamos. Educadamente.

sábado, 23 de diciembre de 2017

Vista

Hace unos días, me fui de cena a un restaurante italiano con un grupo. Fui la primera en ir al baño. El local era moderno y los baños no estaban indicados con palabras ("señoras", "caballeros") ni con símbolos convencionales (monigote, monigote con falda; sombrero, pintalabios). Para diferenciar el baño de hombres del de mujeres habían pegado a la puerta dos objetos muy parecidos.

Estuve mirándolos durante unos minutos. Aparte de nosotros, no había otros clientes en el restaurante, así que nadie entró ni salió para darme pistas sobre qué género se correspondía con cada puerta. Me puse a indagar en el simbolismo asociado a las formas. Lo redondeado frente a lo anguloso. Incluso en clichés muy desagradables, con violencia de por medio. Entré en uno de los dos sin tener muy claro si era ese.

Volví a la mesa y les dije a los demás que en el baño había un enigma. Exageré un poco. Los intrigué bastante. Empezaron a ir.
-¡No es tan difícil!-dijo la primera que volvió -. No cabe ninguna duda. ¿Lo decías de broma, verdad?
- ¿Cómo? - le cuchicheé, mientras el resto iban yendo y viniendo de los servicios.
- En una puerta hay un tenedor y en la otra, una cuchara. Los ves y ya sabes de qué género es cada uno.
El caso es que yo no había visto la palabra tenedor. Yo había visto un tenedor. No había procesado la información lingüísticamente, sino de manera meramente visual. En ningún momento me había dicho a mí misma esa palabra. El objeto tenedor no me remite a "tenedor" a no ser que quiera comunicar con alguien (y solo en el caso de que el receptor hable castellano). Para mí, la palabra es un mediador necesario únicamente para hablar con otros. En cambio, para cinco personas de los ocho que estábamos en la mesa, la palabra era un mediador necesario para hablar consigo mismos.

Para los que venían "tenedor" y "cuchara", las palabras destiñen. Manchan a los objetos con sus géneros. Y no solo eso. Ellos consideraron que el juego era fácil e inocuo. No había nada censurable en poner un tenedor para indicar lo masculino y una cuchara para indicar lo femenino. Puro lenguaje. Sin embargo, al resto el enigma no nos había gustado un pelo, y no solo por habernos hecho pensar en un momento inoportuno. Para resolverlo habíamos tenido que asignar a un género características que ya considerábamos superadas. Todo por no pasar por el lenguaje.

Así que el lenguaje no solo mancha. También limpia. No solo muestra la puerta correcta. También esconde el mundo.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Tacto

Hay algo de mandala en el trazado de tablas, algo de zen en el dibujo de flechas, algo de sudoku en las medias ponderadas. El movimiento, por pequeño que sea, es cálculo, es gimnasia, es rito.

Los que nunca supimos tener una agenda sentimos a veces la seducción de la tinta. Contemplamos cómo nuestros compañeros llenan de letras redondas sus libretas pautadas. El papel es rugoso, árido, hambriento. O refleja la luz de los fluorescentes, terso y suave. Las líneas de los otros nunca se tuercen. Y buscan en el estuche entre treinta bolígrafos uno para los títulos y otro para los subrayados.

La papelería es sensorial. El clic de la tapa. La presión del clip. La humedad del tipex. La sequedad de la tiza. La gravedad de las fundas. Sospecho que hay gente que se dedica a la docencia para seguir estrenando rotuladores. Y es una razón tan válida como cualquier otra.