sábado, 28 de julio de 2018

Concreto

Cuando se pide que unas oposiciones tengan un temario más concreto (que se dividan los títulos en epígrafes, que haya un temario oficial, que se sepa exactamente qué hay que decir en cada punto), se hace para intentar que el sistema sea más justo. Sería más objetivo, no lo niego. Pero dejarían fuera todo lo que todavía tiene sentido de las oposiciones.

Si el examen es un recital, desaparece la literatura, el enfoque, la mirada. Se mata al tema que se expone, se le fotocopia. Qué habilidades docentes se pueden evaluar ahí. En qué se parecería un tema de esos a dar una clase.

Se puede alegar que el temario de oposiciones ya no se parece al currículo. Hay divergencias, claro, pero (al menos en Filosofía) hay algo que queda en el fondo. Preparar el hilo de un tema es como preparar una clase magistral (que no es el único formato, pero sí que es un formato). La construcción propia, con sus lagunas y sus tanteos, sin dogmas, con una gran amplitud, es todavía posible en las oposiciones y en las clases. Es el valor de lo único frente a lo repetido hasta el hastío. De la madurez del docente, de la personalidad de las clases, del disfrute en el aula y fuera de ella. No nos hagamos esclavos de los libros de texto ni de los temarios de academias. Sigamos siendo el artista, y no el obrero alienado.

No matemos la vida en aras de la concreción. Lo que es concreto, y gris, es el cemento.


Otra de baños

En el centro donde hice las oposiciones, los aseos de alumnas y de profesoras solo se diferenciaban por el cartel de encima de la puerta. Por dentro eran idénticos. Justo antes de la defensa de la programación fui al de profesoras. Mientras me estaba lavando las manos, entró una conserje, me miró de arriba abajo y dijo con bastante mala leche:
- ¿Tú vienes a hacer el examen?
- Sí.
- Los baños de alumnas están al otro lado, estos son los baños de profesoras.
La conversación debería haber seguido así:
- ¿Y qué piensa usted que soy yo, señora? ¿Forense?
O bien:
- Hace seis años que no soy alumna, y doce que no soy alumna de instituto, no me fastidie, me da igual mear aquí que allí, pero alumna no soy.
Pero, en cambio, siguió así:
- Ah, lo siento, no vi el cartel.
La conserje se metió en uno de los urinarios y cerró la puerta:
- Yo solo te lo digo por si te dicen algo.

Al margen de las incógnitas (¿les diría los mismo a las opositoras de cincuenta años? ¿Con qué derecho usaba ella el baño de profesoras? ¿Soy siempre así de cobarde o solo en los momentos clave?), las asimetrías resultan curiosas en un edificio tan geométrico. Una de ellas viene de la propia palabra "alumnas". 

Una alumna no es lo mismo que una estudiante. Todo "alumnizaje" lo es de algo o de alguien. Estudiar, en cambio, es una actividad que puede ser singular: el autodidacta es estudiante, pero no alumno. De manera que no todos los estudiantes son alumnos. Este aparente matiz, que casi disculpa a la conserje (supuso que yo era alumna cuando a lo sumo era estudiante), no está en el cartel de la otra puerta. Una profesora lo es aquí y allí. Puede haber profesores sin alumnos y casi todos lo somos en periodo de vacaciones, pero no puede haber alumnos sin profesores. Los alumnos lo son únicamente respecto al centro. Y yo no estoy matriculada allí.

Que nada de esto sea relevante muestra la otra asimetría. Para aquella mujer los baños eran símbolos de estatus. Las que poseían el poder iban al de profesoras; las que carecían de él, al de alumnas. Aquí su batalla se convierte en algo épico: no había baño para el personal de administración y servicios. Reclamar para sí el baño de las poderosas era una manera de afirmar su poder. De defender que el centro también lo son ellos. Que, a pesar de lo que digan las puertas, no solamente se compone de alumnos y profesores. Y tiene toda la razón. La aplaudo. Pero que no me eche.