domingo, 22 de septiembre de 2013

La deferencia

Los alumnos franceses son diferentes. Esperan en fila silenciosa antes de entrar en clase. Cuando están dentro quedan esperando, de pie y sin decir una palabra ante su silla, hasta que reciben la orden de sentarse. Cuando un secretario o un orientador entra en el aula, se ponen de pie inmediatamente (a todo lo anterior casi me he habituado, pero esto aún me da escalofríos). Por suerte, en el comedor de este instituto los profesores no se cuelan sistemáticamente, pero algunos alumnos te ceden el puesto aunque les digas que no. Para dejar la bandeja también lo hacen, retirándose con un respingo si han llegado poco antes que tú. Ejecutan todos estos actos con una enorme sonrisa de placer.

Los alumnos franceses son deferentes. Y no sólo los alumnos. Casi tengo miedo a habituarme a este mundo de algodones sociales y luego hacerme sangre con la aspereza de nuestra cultura. La cordialidad en las relaciones personales con los desconocidos es extrema, todo son cantarinas fórmulas de cortesía y preocupación por el bienestar del otro. Es un universo grato, de colores pastel, aunque a veces un poco vacuo. Hablando con una amiga alemana, el otro día, comentábamos la cantidad de fórmulas que tienen los franceses, la predicibilidad del esqueleto de sus conversaciones. Ella, que trabaja en un camping, se encuentra con que cuando tiene clientes franceses sabe qué decir en cada momento: les muestra la tienda de campaña y exclama “Et voilà !”, ese tipo de cosas. Cuando los clientes son alemanes, en cambio, se encuentra huérfana de fórmulas y asideros, en medio de una noche oscura carente tanto de deliciosas farolitas como de fuegos de artificio. Mi amiga no habla español, pero si lo hiciese se toparía con el mismo problema.

El lenguaje crea mundo y el mundo crea lenguaje. Francia es un vivo reflejo de su lengua, un lugar solemne y confortable, de jerarquías tan claras que se imponen como inevitables. Un país que ha cortado el cuello a sus reyes pero no acierta a prescindir de las puntillas y las pelucas

El paro

Seamos marxistas. ¿Qué es el paro? Me refiero al paro en cuanto a la caza del empleo por tierra, mar y aire. A ese paro que rastrea el trabajo, lo persigue e instala trampas para capturarlo. Ese paro que es el intento casi obsesivo de atraer a tan esquivo animal. No me refiero al paro de los que lo cobran y aprovechan el momento para relajarse, ni al de los que han dado la cacería por imposible, ni al de los que buscan solo superficialmente para guardar las apariencias. Así que, si nos ponemos marxistas, ¿qué es el paro?

Podríamos empezar diciendo que, si el trabajo es la relación esencial del hombre con la naturaleza, el paro es la búsqueda de esa relación. Sin el trabajo el hombre se encuentra asilado. Como el trabajo determina la existencia humana, el demandante de empleo se encuentra indeterminado. Es vago, y los demás lo ven como vago, unas veces desde la vaguedad y otras desde la vagancia.

“¡Un momento”, se podrá decir aquí“, por supuesto que el parado trabaja! ¿No envía acaso currículos todos los días? ¿No se pasea de empresa en empresa? ¿No pasa las horas intentando descubrir qué es lo que falla en su estrategia? El parado trabaja, y vaya si trabaja.” De acuerdo, de cierta manera el parado trabaja. Pero los bienes que produce son muy particulares, porque no tienen ningún valor, ni para él ni para nadie. El fruto de su trabajo es una basura, y aún lo es más en comparación con el fruto del trabajo de los verdaderos trabajadores. La fuerza de trabajo que nuestro parado ha utilizado es infinita en comparación con el valor del bien que produce, porque su valor es cero. En tanto que máquina, el pobre hombre tiene una eficiencia penosa.

No es exagerado compararlo con una máquina. Los trabajadores del sistema económico actual (actual al menos para Marx, aquí todos ustedes pueden sacar a pasear sus reservas) son simples instrumentos del proceso que les esclaviza. Están alienados. La división social les hace desempeñar unos empleos que no tienen nada que ver con sus talentos, y todos los individuos se sienten piezas de un sistema que se les escapa y que les utiliza. El trabajador deposita su ser en objetos de escaso valor, y se siente libre precisamente cuando no está trabajando. El verdadero sentido del trabajo se pierde en el mundo capitalista.

¿Y nuestro amigo el parado? Él también deposita su ser en los objetos que crea. Más que nadie. El fruto de su trabajo incluye su foto, su nombre y su número de teléfono. Habla de lo que ha hecho hasta el momento, a veces de sus planes de futuro. Es la cristalización de su autoconciencia. Y casi siempre acabará en la papelera o en el triturador de documentos. Si tiene suerte tal vez reciba una rápida ojeada y languidezca en mitad de una pila de currículos rivales. Su ser no tiene valor ante la inmisericorde mirada ajena. Sí, el infierno son los demás.

El parado no está alienado. Ni siquiera eso. No se le permite el lujo de formar parte de un proceso malvado y siniestro. Está suprimido, se encuentra al margen. No es nada. Sin naturaleza, sin función, sin sentido, empuja por la ladera de la montaña su bola de currículos sabiendo que luego volverá a caer. Está perdiendo el tiempo y sabe que lo pierde.

Pero lo peor, para el parado, es la ausencia de antagonistas. El proletario marxista tiene siempre a un capitalista a quien odiar. Como sus vecinos también le odian, se sienten todos muy unidos cuando van a trabajar a la fábrica. Es bonito. La comunión que experimentan los “camaradas” obreros que han desarrollado la conciencia de clase tiñe de rosa sus sufrimientos. En cambio, nuestro parado no encuentra ese enemigo común que pueda garantizar su cohesión social. Sólo entidades volátiles que no aciertan a despertar reacciones viscerales. No olvidemos que nuestro parado, al igual que la presa a la que persigue, es un pobre animalillo.

Por supuesto, puedo escribir sobre el paro porque ahora mismo no estoy en él. Con mi bola de currículos apoyada de forma inestable en la cumbre de la montaña, estoy en el único punto se escapa de las lloronas nubes de la conmiseración. Está claro, también, que puedo escribir sobre el paro de esta manera tan sádica porque a él volveré dentro de unos meses.