Cuando estaba en el Pueblito, la
Inspección nos mandaba estructurar las Unidades Didácticas a partir
de una Tâche Finale, es decir, de una tarea final de cierta
complejidad. Las otras actividades y aprendizajes tenían sentido en
la medida en que iban dando los recursos necesarios para la
consecución este fin. Por ejemplo, si la Tâche Finale era crear un
cartel para promocionar una ciudad, durante la unidad se vería el
vocabulario de la ciudad, el imperativo, diferentes estrategias
publicitarias, el tipo de actividades que hacen los turistas... La
Tâche Finale era una auténtica causa final que tiraba de todo lo
demás, estimulando su desarrollo. Estructurar una Unidad así es
bonito, está dado a escala humana: en el mundo
extra-escolar funcionamos de esa manera. Además, permite darle importancia a la
creatividad y le otorga un valor al trabajo del alumno, moviéndose a
veces por esos resquicios que no atiende ninguna asignatura en
concreto.
Ahora trabajo para otra Académie
(para otra Consejería de Educación) y en el curso de una semana que nos dieron antes de
nuestra “toma de posesión”nos dejaron claro que aquí la “tâche
finale” está proscrita. Está terminantemente prohibido incluso pronunciar su nombre. A lo sumo, podemos decir
Tâche Complexe, como un eufemismo, y con moderación, siempre mirando a
ambos lados del pasillo por si acaso alguien nos está escuchando.
Porque ninguna tâche tiene el derecho de tirar de nuestra Unidad
Didáctica, toda tâche es mundana, impura y limitada. En esta Académie el
principio supremo organizador de nuestras unidades es... la
problemática.
De manera que nos encontramos de nuevo
inmersos en el apasionante mundo de las problemáticas. La lengua, como es a la vez medio y fin, es un
estorbo inmenso para trabajar esas cuestiones metafísico-culturales. Y es que para acceder a los documentos (que además tienen que ser
reales, los documentos ficticios o adaptados están tan prohibidos
como las tâches finales) hacen falta unos conocimientos
lingüísticos que hay que ir proporcionando a los alumnos sobre la
marcha, a partir de los que ya tienen. Y a veces tienen pocos. A mis dos grupos de Première (de
una modalidad que está a medio camino entre el Bachillerato y la FP
de grado medio) las palabras se les atragantan cuando tienen buenas ideas que se acercan a la problemática que estamos
trabajando. Intentar hacerles volar tan alto un viernes a las cuatro
de la tarde garantiza que te estampen contra el suelo (y más si
estamos hablando de un grupo de treinta y dos chicOs).
Pero no me quejo. Por suerte me ha
tocado un lycée, y puedo hacer problemáticas que van más allá de
meros simulacros (con unos alumnos de collège que están aprendiendo el
verbo “comer” pocos debates culinarios en español vamos a tener). Cuando los alumnos saben ya algunas cosas y tienen cierta
madurez, crear una Unidad Didáctica a partir de una problemática es
muy gratificante. Todo encaja, hay un argumento, se ven varias líneas
de fuerza: un auténtico placer. Luego al cocer todo mengua, pero me
gusta creer que algo queda de esa estructura original.
Lo que sí que no comparto es la idea
de que esta forma de programar permita a los alumnos tratar con lo
más elevado a la vez que con lo más terrenal, con la Cultura con C
mayúscula a la vez que con las culturillas, con los protocolos
académicos a la vez que con las cervezas. Nada de eso: estamos
completamente del lado de lo contemplativo y deberíamos asumirlo.
Miramos a esa Problemática que flota irradiando divinidad y nos
pican los ojos. La intensidad de la luz nos obliga a fijar la vista
en el suelo, en los textos, películas, cuadros y fotografías.
Negociamos con los particulares para que nos muestren el camino para
acceder a ese bien, y milagrosamente lo conseguimos porque cada uno
de ellos participa de las grandes ideas ordenadoras, en cada uno de
ellos encontramos ciertas semillas de Verdad.
Póngase usted a desgranar la Verdad
con treinta y dos alumnos que tienen problemas hasta con el presente
de indicativo.