martes, 24 de enero de 2017

Geoestrategia

La materia empuja. Ya he hablado de cómo los muros impedían la comunicación entre departamentos en mi instituto del curso pasado. En el que estoy ahora falta espacio en los departamentos y en la sala. Y menos mal. La proximidad física hace inevitable el contacto, así que hablamos, y acabamos conociéndonos tanto en lo humano como en lo profesional. El ambiente es más cálido, más distendido, más animado. Sabemos quién es quién, sabemos más o menos qué está dando, nos enteramos de la mayoría de las cosas que pasan. Y somos el mismo tipo de personas que en el instituto del año pasado. Si aquí somos más bien una comunidad y allí éramos un agregado de individuos, ni el mérito ni la culpa son nuestros, sino de la materia.

En el aula ocurre lo mismo. Hay espacios donde veinticinco alumnos agobian, otros donde treinta parecen veinte, otros donde quince alumnos provocan la tristeza de la escasez. El espacio permite unas maneras de trabajar e impide otras. Actúa de manera evidente pero también con sigilo: si sus mesas no están distribuidas de manera clara y geométrica, los alumnos de primero de ESO van a acumular malestar y se van a poner insoportables.

La materia empuja, pero a la materia también se la empuja. El profesor tiene potestad para cambiar a los alumnos de sitio. Es un poder impresionante porque ningún cambio es baladí. Lo que está en juego no es solo que un alumno atienda más o hable menos. Está en juego todo su futuro. El compañero de al lado acabará siendo su imitador o su ídolo. Su enemigo o su amante. Será otro y le convertirá en otro. Cambiar a alguien de sitio es hurgar en su futuro y en el de mucha más gente de una manera impredecible e irreversible. Todo acto educativo condiciona, pero este lo hace en profundidad y sigue actuando mucho después de que el profesor se vaya del aula. La materia es tozuda.