Si a veces perdemos el hilo del discurso es porque el discurso es un
hilo. Una concatenación de puntos, que son sílabas, o palabras, o
frases, o ideas. Un punto tras otro, todos en fila india.
Por
eso, un discurso nunca puede dar cuenta de la realidad, ni siquiera del
pensamiento. Los conceptos no se relacionan solamente con el de delante
y el de detrás. Cada idea remite a muchas, o a todas, si nos ponemos
leibnizianos. La estructura de realidad y pensamiento no es lineal; como
mínimo, es plana. Para hablarla hay que hilarla, apretando y enroscando
los conceptos en búsqueda de la máxima delgadez. Hilar fino no es aquí
sinónimo de perfección. Todo lo contrario.
Pero no
todas las ideas van a parar al discurso, y por eso tal vez la imagen del
hilado no sea la más adecuada, Haríamos mejor pensando en caminos que
se recorren en el plano. El recorrido, que es el hilo de lo que decimos,
va creando dibujos en el terreno. La belleza de esos dibujos es lo que
realmente convence y conquista al oyente. El epos vive allí. Las líneas
cerradas tienen un encanto especial, y también las simetrías.
La
clave está en tener en mente la orografía del terreno, que es
teóricamente una en el mundo pero es siempre múltiple en las mentes. Que
nos viene dada pero que vamos creando en cada discurso. Al final la
geometría seduce al terreno, el suelo se estremece bajo los pies y toda
palabra es palabra creadora. Por eso, aunque sólo sea un punto diminuto en mitad de un
hilo inmenso, el verbo se hace carne, se hace barro o se hace polvo.Y el éxito de la operación depende de la habilidad con que se dicen las palabras mágicas.
Este texto es un buen ejemplo. ¿Qué ha sido ese salto de cambiar de metáfora? Estamos habituándonos a que el discurso sea hilo y luego de pronto resulta ser camino. Un esquema errante, una falta total de simetría y elegancia, coronada para más inri por el manido recurso a lo bíblico. Vueltas y más vueltas que acaban llevando a un lugar común. Una horterada.