sábado, 31 de mayo de 2014

La naturaleza gusta de ocultarse.

Cada vez que los franceses se enfrentan académicamente a algo, lo problematizan. Es decir, lo estudian a través de una pregunta. Como lo llevan haciendo desde su menos tierna infancia, les sale automáticamente. Si les das un par de textos los ubican dentro de una noción, formulan una pregunta estructuradora, exponen el plan de ataque (introducción, plan, tesis, antítesis, síntesis, conclusión) y apenas cinco horas después te lo materializan todo en forma de ensayo comprensivo y comprensible. Una decena de años de entrenamiento ha convertido a los franceses en seres que segregan problematizaciones.

Los españoles somos más vagos, más difusos, menos mecánicos en el ataque de los temas. No hay recetas universales. Muchas veces decimos cualquier cosa y cuela (habría que hablar también de la radical diferencia de baremos entre aquí y allá, nuestra generosidad evaluadora frente a su tacañería). Es posible que esto nos haga menos sólidos intelectualmente hablando, pero también menos dogmáticos. Somos capaces de concebir diversas formas de tantear el mundo, y tenemos cuidado para hacerlo de la forma en que nos pidan. En cambio, los marcos ordenadores del pensamiento de nuestros vecinos se convierten a veces en su única forma de ver el mundo.

Pero admitámoslo: ¡qué marcos! Me encanta la forma que tienen los franceses de interrogar a la realidad. Disfruto viendo cómo la sientan en la silla y le apuntan a la cara con la lámpara. Solo lamento la sordidez burocrática del informe, que a fuerza de rutina acaba por matar lo lúcido de lo disidente. Pero es un mal menor. Este tipo de búsqueda tiene un gran sabor filosófico, sea cual sea la materia en que se inserta. Contempla el mundo como un misterio resoluble en el que los particulares nos dan pistas sobre los principios ordenadores que sostienen la realidad. Unos principios a los que, por mucho que se escondan, acabaremos descubriendo y arrestando.