sábado, 13 de abril de 2013

Surrealismo

Ayer traumaticé a unos veinticinco alumnos y a su profesora con los primeros dos minutos de "Un perro andaluz". La secuencia del ojo fue mucho más fulminante de lo que me esperaba, y la exclamación de la profesora de "igual es mejor que lo pares ya..." llegó a mis oídos cuando ya era demasiado tarde. Por suerte.

 Me habían pedido que preparase una clase sobre el surrealismo, y no me iba a quedar en decir que Dalí era un señor que tenía los bigotes muy largos. Los temas tienen sus exigencias, y el surrealismo implica al perro andaluz, a Freud y hasta a las alegorías sexuales de los cuadros de El Bosco. Tampoco iba a escorar la clase hacia el lado de la carnaza, pero eso no me aboca a ir de puntillas evitando rozar todo lo que sea mínimamente transgresor. Si el surrealismo como tal es demasiado fuerte para alumnos de 3º de la ESO, debería escogerse otro tema para tratar en Español y en Historia del Arte. Falsificando la realidad solo lograremos adultos hastiados para los que todas las etapas del arte serán confusas y borrosas.

Este año, si algo he aprendido, es que una clase nunca debe ser aséptica. Debe cambiar, aunque solo sea un poco, la realidad de los alumnos. Ser una vivencia memorable, aunque luego muchos la olviden. Si ahora tuviese que rehacer mi Trabajo Fin de Master, mi innovación no sería algo tan triste como un injerto de viñetas en una esquina de la metodología. Sería la clase de Filosofía como espectáculo. Desde las palabras, desde las imágenes, desde la disposición del aula (cada vez me parece más importante el manejo de los espacios del aula: es la diferencia entre el éxito y el fracaso más absoluto). Desde el papel de los alumnos. La educación es un espectáculo sin cuarta pared, y hay que luchar por mantener esa espectacularidad. Esto no implica falsificar los temas ni rebajar las exigencias. Es un asunto de entusiasmo y de planificación.