sábado, 2 de agosto de 2014

Burocracia

Cuando cubrí mis primeros impresos oficiales, hace unos catorce años, vigilé que cada letra que escribía fuese perfecta e inequívocamente interpretable. Confirmé diez o doce veces la veracidad de cada información que daba, releí el conjunto otras cuatro o cinco y entregué el impreso (que afortunadamente no tenía más de dos páginas) todavía con dudas de su validez. El temor a que una inexactitud se colase y me impidiese conseguir lo que quería era paralizante.

Por aquel entonces todavía no había descubierto que los adultos viven en un mundo de tentativas y aproximaciones. Un mundo en el que la perfección burocrática es un ideal, deseado e inalcanzable como todos. En el que las formulaciones son confusas, las cartas se pierden y los errores informáticos se multiplican. Una estructura altamente inestable que, sin embargo, se tiene en pie. El sistema es tontico pero en el fondo es bastante comprensivo: no se molesta por que en los últimos dos años hayas tenido unas seis direcciones diferentes; y te reconoce y te saluda aunque unos días estés normal, otros vayas con tilde y de un tiempo a esta parte te hayan puesto el otro punto.