martes, 26 de noviembre de 2013

Cuadernos

Cuentan los ancianos la triste historia del profesor que murió aplastado por las libretas de sus alumnos. Mientras la pila le sepultaba, el hombre preguntábase por qué sería tan cenutrio, por qué no habría calculado antes de pedirlas la cantidad ingente de tiempo y de trabajo que iba a destinar a su corrección. Y al papel, la tinta y el metal se sumaba otra carga, tal vez incluso más pesada: la de saberse hacedor de su propio infortunio. Dicen las gentes que en las noches de luna llena todavía lo ven penando por los alrededores del instituto, arrastrando sus bolsas de libretas cual cadenas de académico fantasma, murmurando insensateces sobre la inminente evaluación.

Al margen del trabajo y de la turra que da corregir cuadernos, el acto tiene algo de obsceno, de invasivo. Hay algo dentro de mí que me dice insistentemente que los cuadernos pertenecen a la esfera de lo privado. Tal vez tenga que ver con mi pasado reciente. En los últimos años de instituto y en todos los de universidad, el cuaderno es algo así como una prolongación del cuerpo de su propietario, y cada uno lo gestiona como le viene en gana. Como si quiere amputárselo, está en su derecho.

Los que somos por naturaleza malcuriosos, nos hemos pasado últimos años  mezclando el Inglés con la Química y la Ética con la Lógica. A veces las hojas se podían reorganizar por fechas, otras por el número de página, en una numeración tantas veces recomenzada que al cabo de un tiempo de subrayados y circulitos pasaba a los números romanos, a las mayúsculas, a las minúsculas y al alfabeto griego. De un día para otro, el bolígrafo cambiaba de color, y casi nunca lo recuperaba.  En cuanto a la caligrafía, algunos de mis compañeros recordarán mi clásica respuesta: te dejo copiarme pero no esperes que te traduzca.  "Esta mala presentación es una mancha en tu expediente" me apostilló en primero de ESO una profesora, antes de devolverme un examen que rondaría el nueve. Yo me reí de su dramatismo, pero por si acaso intenté mostrar mi mejor faceta de alumna seria y aplicada en los cuadernos de su asignatura y de las otras. Pura fachada. Tener unos cuadernos bonitos me parecía un engorro. Eran hipócritas, eran artificiales. Tenía los ojos de mis profesores clavados en la nuca mientras escribía, de ahí no podía salir nada bueno. Aquellas libretas eran estúpidas.

Y ahora las recojo. Malísima idea, no por la montaña sino por la traición que eso supone. Tal vez sobreviva a la avalancha, pero ¿qué vida de alimaña sin principios me esperará después? ¿Se apiadará de mi alma el dios de los zafios? ¿Acaso todos mis profesores de la ESO han sido alumnos caóticos? Tengo aún muchas otras preguntas trascendentales, pero me temo que las tengo que dejar para otra ocasión. Hay algún que otro cuaderno que espera que lo corrija...